Magia

La magia siempre empalidece frente a la realidad. A veces, creo que soy un conejito blanco que necesita salir de la galera de un mago para vivir. Un dulce conejito que se ve ilusionado cuando da ese saltito tan simpático y a la vez sorpresivo.
Cuando era chica me quedaba mirando absorta a los magos, y ahora de grande hago lo mismo. Mis padres contrataban algunos para mis cumpleaños. Mientras los demás chicos querían descubrir el truco, yo jamás trataba de romper ese encanto, me quedaba con la ilusión de que el pañuelo salía de su mano, que la carta era la que había elegido, o que la soga se desanudaba milagrosamente.
Y reconozco, en mi adultez, haber estado en presencia de magos muy buenos, que consiguieron mantener mi crédula fascinación, mientras mi intelecto discurría en laberintos a la hora de sorprenderme frente a un truco.
Lo mismo me pasa en la vida, hay momentos situaciones, circunstancias, en que la magia rodea todo, todo lo que se dice, lo que se escribe, lo que se sueña. Llega sorpresivamente sin haber sacado entrada para la función.
Ya sé que por ser mi signo de aire (Géminis), con ascendente en aire (Acuario), qué se puede esperar de mí. Si vuelo, y me elevo sintiendo que la tierra está abajo sólo para atrapar mis sueños, que las nubes no son simple condensación de humedad, sino un espacio para retozar mientras la vida sigue abajo.
A veces, aun a contrapelo, quisiera que nada empañe esa magia, que dure para siempre, que no descubra el truco del mago, que sólo confíe en lo que mis ojos alcanzan a ver, que no vaya más allá de mi poder y del suyo.
Porque da la casualidad que cuando la magia empieza a cobrar forma y yo me meto dentro de la oscura galera, que abre un sin fin de posibilidades, como si fuera el espejo de Alicia (oh coincidencia! también hay un conejo) ahí viene el corte comercial, aparece el presentador y me saca, diciendo el acto terminó: “la vida es esto” y corre sin ningún resquemor la cortina de la realidad. Descubre la verdad, que no tiene nada de mágico sino que se estrella contra mi ilusión.
Es entonces que retomo todo, que pienso que las cosas no siempre vienen con una varita mágica de regalo, que la lámpara de Aladino es sólo un cuento de Las mil y una noche, y me voy a la veterinaria de la esquina de casa le pido prestado un conejito, el más blanco y pequeño de todos lo tomo entre mis manos y comienzo a atarme un cordón a la tierra para que mis alas no me lleven más allá de las nubes.
Por suerte, esto se da por ciclos. Y, a veces, vuelven a suceder cosas mágicas que me hacen cortar el hilo que me aferra al suelo. Deberé esperar entonces un nuevo ciclo en que los planetas, los predigistadores, los pequeños conejos blancos y el aire se lleven bien.

Strip tease

Dice mi mamá que cuando tenía dos años iba al jardín de mi casa y me desnudaba. No sólo quedaba encantadoramente culito al aire, sino que arrojaba la ropa a la vereda. Nunca se supo: si ya en esa época mis deseos de ser vedette estaban a flor de piel -las plumas me pueden-, o si la insistencia de mi progenitora de cambiarme varias veces al día generaba esta forma de protesta infantil.
Cuenta ella riéndose - se rié ahora, en ese entonces no creo- que le tocaban el timbre para avisarle que su hijita estaba desnuda, cual querubín brincando por el verde pasto, mientras le daban la ropita que recogían en la calle.
Eso fue hace bastantes, muchos, años, cuando yo vivía en un barrio donde todos se conocen. Por eso, nadie osó robarse las prendas, muchas de ellas bordadas por mis hacendosas abuelas.
Es gracioso oírla contar esta anécdota, de la que yo no tengo registro. Y es muy cómico también para mí imaginarme la situación. Desnudista a los dos años. Bad baby.
En esa inocente desnudez, no sabía que hacía un strip tease, ya el tiempo me daría oportunidad de hacer varios, claro que en ningún jardín, y menos arrojando la ropa a la calle. En Buenos Aires puede durar segundos antes de que alguien se la lleve.
Es que me gusta el juego erótico entre dos que se aman. Esas cosas que surgen en el momento. Poner música, e ir sacándose la ropa, tal como lo inmortalizó en 9 semanas y media, Kim Basinger.
No hay fiesta de despedida de soltera, o de fin de año, o cualquier festejo en grupete, que no hagan pasar a algunos a hacer un especie de strip tease, con la música de Joe Cocker, la misma que sonaba en la escena de la película. Debo reconocer que éstos son muy patéticos, y no tienen nada que ver con los míos.
Si tengo que elegir el mejor, aunque no haya quedado culito al aire, sino contra el asiento de auto, fue uno que hice mientras iba manejando por el Parque Centenario. Íbamos con mi novio del momento, un señor muy escrupuloso y estructurado, hablando de la película Lucía y el sexo (amo esa película). Hay una escena en que ella, Lucía, se saca la bombacha en un bar, en la calle, para dársela a Lorenzo, su enamorado.
En medio de la conversación le dije:
-Te hago un strip tease ya mismo, te voy dar mi corpiño y mi bombacha.
El recuerdo son sus ojos abiertos desorbitados como temiendo algo, y a la vez deseándolo. Demasiada osadez para su forma de ser. Claro, que dentro de todo estructurado hay un deseo escondido de salir de esa cárcel que son las estructuras, y creo que fue en ese momento que él dio el salto hacia la libertad. Un salto libidinoso, pero salto al fin.
- A qué sos capaz ...- me dijo en un tono que sonaba más a súplica que a pregunta.
Ni me acuerdo que música sonaba en el estéreo del auto. Joe Cocker, no.
Corría con una ventaja era verano, no tenía pantys. Primero saqué una pierna, luego la otra, y ahí le di el bollito de mi bombachita de encaje negro. Él se la puso junto a su boca. No la besó, la olió.
Luego, desabroché mi corpiño, justo en un semáforo. Lo demás fue fácil, primero bajé el bretel derecho por el brazo pasé la mano, luego hice lo mismo con el izquierdo, y ¡voila! como un mago que saca un pañuelo de la manga, saqué mi corpiño de encaje negro. Y se lo di.
Juró que fue verdad, y si no me creen, habría que buscar al taxista que vio esto último y casi choca contra un auto.
Manejé hasta mi casa así, casi desnuda como a los dos años, y cuando llegamos a la cochera hicimos el amor en el auto. Y luego, recocijados, subimos a tomar unas cervezas bien heladas.
Al poco tiempo todo terminó entre los dos.
Reconozco haber hechos otros strip tease, pero ninguno como ése. Cuando paso por Parque Centenario, siempre pienso en esa bombacha y corpiño de encaje negro como símbolo de una pasión que el verano alimentó y el otoño dejó caer como una hoja seca.

No beses a un príncipe

Esto no se trata de cuento de hadas. Aunque en parte se podría decir que sí, pues hay un príncipe como en todo cuento de hadas. Pero, en realidad este cuentito no tiene más que un señor común que se convirtió en el príncipe de una señorita, amiga mía, también una chica común.
Fue verse y enamorarse al mismo tiempo, sería eso del amor a primera vista, o vaya a saber qué, la cuestión es que desde el primer encuentro no se separaron más.
“Es el príncipe de mis sueños -pregonaba la damisela a quien quisiera escucharla- lo encontré, lo encontré”. Y acto seguido iba describiendo una a una sus maravillosas características: cariñoso, atento, educado, buen porte, amante fogoso, recordaba todas las fechas, todos los detalles, incluso algunos que ella olvidaba.
Vestía bien, no tomaba mucho, le regalaba sin ningún motivo flores, o alguna cosa que le gustaba. Mejor príncipe que ése no existía, y nadie en el mundo la haría cambiar de idea de que aunque no fuese azul -porque gracias a Dios, éste no tenía problemas circulatorios- para ella lo era.
La señorita y el príncipe se casaron tal como en los cuentos. Los niñitos rubios y vestidos de blanco le llevaron los anillos al altar. La fiesta fue incomparable, transcurrió en un campo, y ni una nube enturbió el celeste cielo. Los invitados se comportaron excepcionalmente. Nadie vomitó, ni hizo algo indebido.
El cuentito seguía funcionando y el príncipe lucía su esbelto cuerpo enfundado en un jacquet color gris. El champaña estaba bien helado y la novia casi ni se había ensuciado el vestido. Todo perfecto. Todo soñado.
Pero... como en la vida, o en los cuentos, siempre hay una parte mala. Hace dos días luego de tres años de casada, ella entró llorando a mi casa. La desesperación era total, y yo no podía creer lo que me contaba.
El príncipe dejó de ser amoroso, sólo quería juntarse con sus amigos a ver fútbol, o jugar a las cartas, mientras chupaban hasta altas horas de la noche, de ser cariñoso pasó a ser indiferente, y luego maleducado; los detalles eran cosas que no existían para él, y su esbelta figura se había convertido en una abultada panza. Los buenos modales también se habían convertido en pedos en la cama, palabras soeces, e insultos sin sentido. Tampoco se preocupaba mucho por trabajar y la llama de la pasión era un fósforo consumido y pisoteado por la rutina.
El príncipe se había convertido en un asqueroso sapo, con perdón de los sapos. Y ella no sabía como sacárselo de encima.
La chica lloraba y juraba y perjuraba que no había sido ella la culpable de tales cambios. Y entre lágrimas y suspiros me dijo una frase que pienso recordar muy bien:
"Fíjate bien antes de casarte con un príncipe, que quizás sea un sapo disfrazado de tal".
¿Por qué los príncipes se transmutan así? Por las dudas buscaré un hombre con algún que otro defectito por ahí. Nunca me gustó la perfección. Tiene algo de mentira.

Fragilidad

He construido castillos de naipes y me metí a vivir en ellos. Ignoré abiertamente su fragilidad. Intenté sostener con mis brazos su estructura. Me mantuve inmóvil cierto tiempo, traté de no respirar fuerte, espirando suavemente el aire de mis pulmones, susurré las palabras, no me rasqué la nariz cuando me picaba, permanecí en letargo casi mortal pero igual e inevitablemente me fui al carajo y terminé debajo de un pila de corazones, picas, tréboles y diamantes, que me sepultaban impunemente.
Es que los castillos de naipes siempre zozobran frente al viento de los desamores.
Cuando ya no podía negar su peligrosa inestabilidad, me sentaba en uno de los cuartos, construidos con piso de diamantes, y me acurrucaba. Sobretodo cuando su aliento vibraba con palabras hirientes, cuando su aliento destilaba un veneno que desconocía y para el cual no estaba inmunizada.
Todo comenzaba a moverse peligrosamente, y es cuando deseaba cemento, vigas, parantes que sostuvieran mi cariño, mi amor. Una estructura de metal que no se desvaneciera con su mirada desencantada.
A veces -demasiadas veces- pretendemos que las cosas sean como no lo son. ¿Por qué ese eterno encubrimiento de la realidad, esa manía de construcciones precarias intentando ser fortalezas del medioevo?
E insistimos en vivir en una torre visualmente hermosa, pero que puede caer al menor paso en falso o brusco movimiento, y que inevitablemente nos hará ver la realidad con su estruendo interior de corazón roto.

De vinos y hombres

Hace poco estuve en una feria de vinos. Había considerables variedades para degustar. Hombres y mujeres caminaban con copas en la mano, en las que se balanceaba sensualmente un líquido rojo rubí. Ese deliciososo y embriagador brebaje que de apoco se te sube a la cabeza exigiendo aún más habilidad femenina en el arte de caminar sobre tacos altos y finos.
Muchos caballeros. Pocos sobrios. Vinos y hombres, una conjunción por demás enloquecedora.
Debo reconocerlo de vinos no sé mucho. De hombres, algunos dicen que sí. Aunque yo refuto que sí sabría tanto no estaría sola. Son puntos de vista.
En ese lugar conocí a Verónica Reising, una sommelier, que me dijo: “los hombres son como los vinos”. Y ahí me contó cómo empezó a asociar a los hombres con el exilir de Baco, a partir de un tal Cristian.
-Por aquellos tiempos la palabra sommelier no estaba de moda, ni mucho menos eso de ir a las ferias de vinos a buscar candidatos... -comentó riéndose la experta, mientras me servía un malbec en mi copa.
A través de sus palabras y conocimientos empezó un recorrido por las cepas y su correlación masculina. Me dijo que las variedades son un punto clave a la hora de elegir un vino (o un hombre) por su sabor y carácter. Así un sauvignon blanc tendrá características gustativas diferentes según su procedencia, tanto como un hombre citadino versus su par rural.
-¡Ojo!- me aclaró- esto no es más que uno de los factores a tener en cuenta, pues la esencia (patrimonio genético) no se modifica.
"Entre las variedades existentes, algunas se han convertido en moneda corriente, y otras son la búsqueda constante en la mente de las aficionadas", fueron las palabras que oficiaron a manera de prólogo de la clasificación que vendría a continuación.

El tempranillo: es un vino que tiene maduración precoz, es vigoroso. Hasta hace poco era una cepa poco bebida. A más de una se le hace agua la boca con un tempranillo, ese joven audaz, preferido por muchas, sobretodo por las recientemente divorciadas o las que superan los 34, que quieren llenar su "copa" con él y embriagarse locamente con su desenfrenada jovialidad.

El pinot noir: es una clase de uva delicada y una fuente de problemas para los agrónomos, representa todo un desafío. Si nos topamos con un hombre así, ¡cuidado!, igual que la cepa su desarrollo dependerá mucho del terreno donde crece. Aunque con cuidados exhaustivos dará una gran especie, tanto de huomo como de vino.

El torrontés: fragancia a flores frescas, frutos delicados, un toque de miel… hacen de este vino un despertar a los sentidos. Dicen que el vino tiene su ritmo, su tiempo y su espacio y hay que saberlo esperar para disfrutarlo mejor. Pero, el hombre torrontés despierta los sentidos más dormidos, y surgen ganas de beberlo ¡ya!. Ahí está, el típico hombre torrontés aromático, fresco, suave, acidez equilibrada pero con su amargo final en la boca.

El cabernet sauvignon: es la variedad tinta que ha tenido más adeptos en el mundo y por la que todas nos sentimos movilizadas. Son frutos que dan vinos austeros, tánicos, con gran estructura. De aroma y sabor complejos. Su presencia en boca es notable, persistente. Este hombre se “agarra”, tiene personalidad y por sobre todas las cosas se adapta a condiciones variables.

El malbec: la cepa emblemática tinta argentina, en la cual se vuelca el deseo de las mujeres de esta tierra: un hombre con matices de aromas maduros. Equilibrado, robusto, con una sensación levemente dulzona. Persistente en boca, sin aristas molestas. Capaz de madurar sin perder características de su estirpe.

Me quedé mirándola fijamente, pensando en el último tempranillo que había pasado por mi vida embriagándome locamente, o el conflictivo pinot noir de época atrás.
-Al igual que los hombres hay vinos que se abren rápidamente y otros que tardan en darse a conocer, y se necesita mucho tiempo para lograr diferenciar su composición. Los hay de mala calidad, éstos a los pocos minutos manifiestan sus debilidades – explicó Vero, con mucha claridad dada por la experiencia en el tema.
Cuando terminó de decirme esto, suspiré. Tomé el último sorbo del malbec que tenía servido, y me quedé pensando que aprender a catar vinos -u hombres- acrecienta el placer y nos permite elegirlos con fundamento.

(No podría haber escrito este post sin la colaboración de Verónica Reising. ¡Gracias, Vero!)

El asadito

Hay cierta clase de hombres a los que les gusta prometer cosas que jamás cumplirán. Y hay cierta clase de mujeres, que siempre creen en esas promesas. Todavía no sé si caratularlos como soñadores empedernidos, o unos reverendos hijos de puta.
Dados mis estudios empíricos sobre este tema, debería agregar que el porcentaje de mujeres que queda atrapada en esos votos pronunciados por la boca masculina es alto.
Lo peor -en mi caso- es que tengo la costumbre de dar crédito a lo que me dicen. No lo discuto, puede ser que también tenga un alto porcentaje de pelotudez incorporada. Es que considero tan importante la palabra de otra persona, que no se me ocurre pensar que me pueda estar mintiendo.
Y lo más grave todavía, es que cuando una quiere cambiar algo que sabe que está mal, por lo general se va al otro extremo. Entonces, o soy una bolusoñadora, o me convierto en una escéptica asquerosa.
Una noche salimos con Loli a bailar, y terminamos charlando con dos chicos macanudos. El boliche era un desastre total, ya estábamos por huir de ese lugar cuando los encontramos y la verdad gracias a ellos nos divertimos mucho. Nos pasamos hablando toda la noche, riéndonos y bailando sin parar. No nos separamos en ningún momento.
El que estaba conmigo me contaba que le encantaba hacer asados, y que me iba a invitar a su casa un fin de semana, para comer lo que cocinaba en su parrilla. Y esto y lo otro, siempre la invitación a su casa estaba presente, cuando vengas te voy a mostrar tal cosa, o cuando comás mi asado vas a ver lo que son, un encantador bla, bla, que me hacía vislumbrar un posible futuro. Las mujeres a veces somos como los niños, basta que nos digan algo, para que nuestra imaginación vuele más allá de todo pensamiento coherente. Yo ya me imaginaba chupando los huesitos con la mano, cortando amorosamente la lechuga y los tomates, llevando las ensaladas a la mesa, o haciendo sobremesa riéndome junto a él.
Cuando terminó la noche, le di mi teléfono, que anotó en un papelito con una birome que le pidió al del guardarropa. Loli, se lo dictó al otro chico, que dijo recurrir a su excelente memoria para guardar el número.
A lo que pensamos que bien era un memorioso como Funes (el del cuento de Borges); o un putañero que se acordaba de los números de teléfono que le tiraban las chicas por mucha práctica en el tema. En fin… los dos de alguna forma se habían llevado los numeritos que harían posible otra salida.
“Andá prendiendo el fuego”, pensé cuando se lo di. Pasaron los días y no llamaba.
-Bueno, para el domingo todavía falta- me susurraban mis pensamientos.
El domingo es el día que en Argentina se honra al asadito con la familia o los amigos. Y es un ritual que muchos llevan a cabo fin de semana, tras fin de semana. Ni la lluvia, ni el mal tiempo empañan el encendido del carbón y la paciente espera de que las brasas cocinen la carne.
El viernes me llamó el de Loli, para pedirme su número de teléfono, porque el que marcaba le daba error. Tan memorioso no era, o tan putañero.
¡Error! ¡Error era llamarme a mí! El otro le había dado el papelito con mi número para obtener el de ella. Se había borrado por completo. Se habría quedado enredado entre las morcillas y los chorizos, que jamás llegué a comer.
Se lo di, porque a Loli le gustaba el tipo, y cuando corté le dije:
- Por favor, cuando tu amigo haga un asado tirá ese papelito al fuego.
No creo que lo haya hecho, porque si lo hacía seguro que ese día se moría de dolor de estómago.