La búsqueda

Me dejó un novio, y otro, y otro más, me dejó la chica que me ayudaba con la limpieza de casa, me dejó el mecánico, un dentista, hasta una gata desapareció una vez, también algún que otro guante se fue de mi vida, varios paraguas, muchos anteojos, pero mi peluquero, no. No podía perder al ser que luego de tantos y tantos, encontró la forma perfecta, y creativa, de cortarme el cabello. Me rebelé ante esta posibilidad y decidí que si algo haría en esta vida sería encontrarlo.
Él se había ido de vacaciones en enero, unos veinte días, cuando volví a la peluquería, por mediados de ese mes no lo vi, pero como no iba a cortarme, porque sí, debo reconocerlo con el tema brushing le era totalmente infiel, el primero que estaba libre me atendía, pero la cuestión tijeras es algo serio. ¿Quién no sufrió la masacre a conciencia de un estilista enceguecido? ¿Quién no se preguntó, casi llorando, si le dije poquito? ¿Quién no suspiro y dijo: y bueno crece, tratando de mantener una increíble fortaleza espiritual frente al espejo?
Creo que un hombre enfrenta más estoico los malos cortes de cabello. Varias parejas mías vinieron con una masacre capilar y ni mú. No se miraron veinte mil veces al espejo, ni protestaron y putearon, ni juraron que jamás volverían a esa inmunda peluquería. Ni llamaron a sus amigos para contarle el desastre. Ni usaron vincha por un mes.
En eso los admiro. Porque eso no nos sucede a nosotras. Ustedes señoritas me entienden, cuando digo que él era el elegido de los dioses, el que sabía cuánto cortarme, cómo cortarme y que siempre lograba que me vaya con una sonrisa en mi cara. Y por eso todas entenderán mi desesperación cuando, al notar que esas vacaciones eran demasiados largas, le pregunté a la chica que me estaba lavando el pelo:
-¿Todavía no volvió Julián de las vacaciones?-
-No, Julián renunció después de las vacaciones.
Glup, recontra glup. Creo que si hubiera estado tomando café, o gaseosa, hubiera escupido, lo juro. La pregunta obligada era adónde se había ido, y la respuesta más que esperada era: ni tengo idea.
Es que no sé si les pasó, pero cuando un peluquero se va de la peluquería es como si se hubiera muerto. Nadie te dice adónde se fue, y es bastante razonable, pero muy hijo de puta. Estaba desconsolada, y me importaba una mierda que me quisieran convencer con peluqueros hay miles, vas a encontrar otro que te corte bien, o que se me rían descaradamente en la cara por mi desolación como hizo Mona.
-A vos se te van hasta los peluqueros. ¿No le habías dado la tarjeta de tu laburo?- me dijo riéndose como loca y preguntándome si iba a convertirme en Lady Godiva.
Sí, era cierto, previendo ese recambio mortal que se da en la peluquerías, hoy estoy, mañana no, debido a las malas condiciones laborales que deben sufrir los chicos que trabajan en ese medio, le había dejado mi tarjeta. No una, sino dos veces; la primera la perdió, seguramente la segunda también. Nunca me escribió un email o me llamó por teléfono para avisarme de su ida.
Todo hacía suponer que iba a enviudar de coiffeur. Y casi me pongo luto. Un día, siguiendo los consejos de mis amigas, decidí probar con otro. Me cortó horrible, no me gustó. Cuando todo parecía convertirlo en un hombre más que me abandonaba, llegó el Hada Protectora como en Pinocho, bueno en realidad era una peinadora, que no sé si por buena, o por verme tan constante en mi búsqueda, porque nunca dejé de preguntar por él, me tiró una puntita.
-Se fue a una peluquería cerca de Callao y Santa Fe.
Así fue que una tarde que estaba muy aburrida y con ganas de investigar, me dije: bueno empecemos la búsqueda. Por suerte, en la segunda que entré lo encontré. Imagínense la cara cuando me vio. Abrió los ojos por la sorpresa, y lo primero que me dijo fue, perdí tu tarjeta. Off course.
Quedamos que esta semana paso a cortarme el pelo. Todavía estoy pensando si creerá que soy una loca, obsesiva, maniática, asesina, quizás nunca se dé cuenta de que sólo soy una mujer que encontró la persona ideal para dejarla jugar con tijeras en su cabeza.
Ya le pedí su celular por si se va de nuevo.

Razones para amarlos

Algunos dicen que sueno muy feminista y puede ser verdad, pues en ejercicio de mi condición de mujer, muchas veces no he hecho más que reprochar, echar en cara, decir cosas de ellos: los hombres. Los he acusado, insultado, dejado de lado y hecho reclamos sin piedad. Y si es feminista poner en su lugar a más de uno, bueno lo seré. Pero, la verdad es que me gustan los hombres.
A pesar de tantas idas y venidas, y de tantos fracasos sentimentales, no los detesto, ni los defenestro. Ni los pongo en el frontón de fusilamiento. Creo que sin ellos la vida sería terriblemente aburrida, insoportablemente monótona. ¿De qué hablaríamos las mujeres cuando estamos juntas sin ellos por el medio?
Hay cosas que me hacen sentir: qué bueno que ellos sean hombres y nosotras mujeres, qué bueno eso de lo masculino y femenino. Qué bueno que no seamos iguales.
Muero cuando los veo frente al televisor sudando como locos, con la mirada concentrada en esos hombres que corren detras de una pelota, en una actitud casi paranormal, sufriendo más que cualquiera de nosotras con dolor de ovarios porque su equipo va perdiendo. Y cuando saltan como el animal más enfurecido para gritar ¡goooool! con todas sus fuerzas, porque es algo que surge del instinto más primario.
No hay nada que me conmueva más que ver a un hombre llorar, quizás por eso que los marca de chicos, de que los hombres no lloran y que son pocos lo que se atreven a mostrar la hilacha, la hilacha de su corazón roto, de su pérdida irreparable, de su frustración más íntima, de su debilidad. El llanto de un hombre se asemeja al de un niño. Hay un dicho que dice que cuando una mujer llora un ángel nace en el cielo, yo creo que cuando un hombre llora, a ese ángel le crecen las alas.
Adoro cuando, contra todo pronóstico, cocinan una rica cena, aún cuando luego la cocina parece salida de la publicidad de Mr. Músculo, todo un caos en un minuto. Pero en ese infierno de ollas y platos sucios, ellos con una sonrisa de oreja a oreja esperándonos para darnos la sorpresa.
Los amo cuando suben al colectivo cargando a su hijito, junto a la mochila, para llevarlo a la guardería. Me enternece cuando entran a comprar ropa para alguna mujer y más si es lencería. Cuando esperan sentados en medio de una tienda femenina que terminemos de probarnos las prendas que llevamos. Me enloquece cuando se enferman y son peor que un bebé con catarro, se quejan, no aguantan la fiebre, la picazón, el dolor de garganta, todo se vuelve catastrófico, nada es igual con ellos en la cama, todo gira a su alrededor, se vuelve indefensos, desprotegidos, una especie de niños consentidos.
Me hacen sonreír como una boba, cuando los veo con un ramo de flores por la calle, o cuando le dan un beso cariñoso a su novia en el colectivo, en un cine, en el bar de algún lugar. Cuando nos dicen, no estás gorda, o ya va a pasar. Me gusta cuando cantan en la ducha, la cara circunspecta en el ritual de la afeitada, cuando escriben una carta de amor sin ningún motivo, cuando ofrecen valientemente sus piernas para calentar los pies fríos, o cuando te llaman a las 12.01 el día de tu cumpleaños. Me gusta cuando te alientan a seguir, cuando son los compinches de tu vida, cuando se ríen con vos de cualquier pavada y cuando pueden, aunque les cueste más allá de la genética, decirte la verdad sin medir consecuencias. Cuando te dejan expresar sin imponerte nada, y cuando cierran los ojos mientras les decís cuánto los querés. Cuando se excitan y te buscan como animal en celo.
Suelo escribir protestas, quejas, enojos, y hablar de la fauna masculina, y lo seguiré haciendo, pero hoy me dieron ganas de decir que por todas estas cosas, y otras muchas más, siempre se espera que el próximo sea el que al final cierre la puerta y una no tenga que volver a abrirla para ir a jugar.

Hombres casados, atrás

“Jamás saldré con un hombre casado”. Fue una frase que dije hace un tiempo, y una de las reglas que me había impuesto como mujer que volvía a la soltería luego de terminar una relación casi empezada en la adolescencia. Fue la primera regla que rompí de todas las que me había impuesto.
Es que entre lo dicho y lo hecho, entre la teoría y la práctica, a veces (más de lo previsto) no hay una relación concreta. Y menos cuando la lujuria, el enamoramiento, o la boludez, o el trío en pleno entran en la vida sin golpear la puerta, sino por la ventana. Todavía me parece escuchar el ruido de vidrios rotos.
En mi historia personal tuve tres relaciones de ese tipo, la primera fue con un italiano y no duró mucho, pero fue muy hermosa. La segunda fue un desastre creo que seguí por una cuestión de sexo solidario. La tercera fue una asignatura pendiente con alguien que conocí cuando tenía diecisiete años. Asignatura que debo decir la hubiera dejado previa.
Ninguna duró más de lo que dura un postre de chocolate en mi heladera, y en todas sentí el placer que me da comerme el postre. Y la post culpa también. Pero hay casos en que las relaciones se mantienen durante mucho tiempo.
Las mujeres solemos cometer estos actos saltando por supuesto la valla de la objeción moral que supone dormir con el hombre de otra. Tengo amigas que salen con hombres casados, que sufren por ellos, que abren la puerta de su departamento a las 7 am para hacer una pasadita antes de irse a trabajar; o a las 1 am, pues vienen de una cena y aprovechan la excusa, sexo rápido, sin preguntar, ni decir nada. Son mujeres que viven esperando, más que Godot. Aunque, algunas esperan que se separen, y otras que no lo hagan nunca.
Una mujer muy bonita e inteligente, contadora ella, salió durante 10 años con un tipo casado, compañero de trabajo. Iban y venían, en un seudo-secreto-noviazgo que, por supuesto, todos conocían, creo que hasta la mujer de él que hacía vista gorda de la situación. Un buen día el señor apareció en el departamento de ella con una valija. No, no se iban de viaje, sino que había dejado a su mujer. ¡Sorpresa, darling!
¿Imaginan un futuro feliz para la nueva pareja? Nada de eso, a los 3 meses de convivencia terminaron separándose. Este síndrome es muy común, y tal vez juegue en contra el inconsciente, pues en el caso de que formalicen, la amante se convertiría en una especie de esposa y por propia experiencia, ya sabe lo que puede pasar.
También está la señorita que cambia radicalmente la postura. Es la que te dice muy segura de sí misma que ella sabe muy bien lo que está haciendo, que tiene los ojos bien abiertos, y que no espera nada de esa relación, que se ríe a carcajadas diciendo que jamás se enganchará, y que ella no tiene la culpa pues el que tiene que cuidar el hogar es él. La esposa, bien gracias.
Es la misma que meses después está llorando porque fue su cumpleaños y él ni la puede ir a saludar, o la que llama una y otra vez a la esposa para cortar el teléfono cuando atiende, o la que te tiene horas en un bar, contándote todo lo que le prometió y no cumplió, y que es la última vez que le hace esto. Claro, que para vos vendría a hacer la vigesíma vez que se lo hace, si no contaste mal.
O más triste aún, es la que después de convertirse en la amante que espera ansiosa la separación de la legítima, meses y meses, años y años, teniendo una paciencia de santa -si la para la iglesia no fuera pecado la infidelidad- y cuando el señor lo hace, milagro ahora sí. Pero... pum, patada en el culo, y te cambio por una casi niña. Pobre mina, ya no es amante, ni esposa, ni nada. Anda llorando su pena encerrada en el baño de algún lugar.
Cuando me pregunto qué busca una mujer en una relación así, inmediatamente me viene la respuesta: ningún compromiso. Una de mis amigas que prefieren comprar en la sección de hombres casados me dio una explicación: es igual cuando viene una amiga con un bebé, lo abrazas, lo besas pero luego la madre es la que se lo lleva para cambiarle el pañal cagado.
La verdad cada vez tengo más ganas de tener mi propio bebé. Y aclaro, es una metáfora.

Con perdón de Dios

Un lector me mandó un link. Siempre me mandan cosas de todo tipo, y cuando digo de todo tipo, digo de t-o-d-o t-i-p-o. Como la curiosidad no sólo mata al hombre, y no quiero ser mujer muerta, inmediatamente cliqueé. Lo que vi me sorprendió, y juro que a esta altura de mi vida, o la vida a esta altura tiene que hacer un esfuerzo para sorprenderme. Si bien es un tema delicado, y hasta diría sacrílego, no quiero dejar de compartirlo con ustedes. Y no es de buena, sino para no ir yo sola al infierno.
No es ninguna novedad decir que la fe católica tiene un merchandising muy amplio, sólo basta para comprobarlo acercarse a la salida de algún templo de los considerados VIP (Very Iglesia Popular), como el de Luján, en Buenos Aires, ni hablar de los que están en Roma, o la muy francesa Notre Dame. Ejemplos hay miles, y cada uno ilustrará en su mente el que tiene más cerca en su ciudad-país, en todos están los puestitos que venden las estampitas de los santos, velas para encender, los infaltables crucifijos (un clásico del ramo), medallitas de todo tipo de material y tamaño, cuadritos variados, los rosarios de plásticos blanco, celestes o marrones, otro clásico aquí es la estampita de San Cayetano (el patrono del pan y del trabajo) con la espiguita de trigo.
Es el mercado de la religión. Suena mal pero es así. La última vez que estuve en Luján, hace como tres años, me enteré de que los puestitos donde venden todo este tipo de productos sacros son hereditarios, algo así como el tema de los escribanos, no pueden ser vendidos, sino que se heredan por sangre. Chupáte ese cirio.
Sí, es innegable que ya hay una gran merchandising de productos religiosos, y ni les cuento cuando un santo se pone de moda. Porque reconozcámoslo, también la moda influye en el ámbito sagrado. Ahora al pobre San Antonio, ni mú. No sé si fue desacreditado luego de no comprobársele la efectividad del 100%, u opacado por otros más mediáticos.
En Buenos Aires, hace unos años todos iban a la Virgen Desatanudos, un tiempo atrás tuvo su lugar de gloria en el devocionario popular la de San Nicolás. El mismo San Cayetano, todos los 7 de agosto es el más mediatizado, pues son miles los fieles que acuden a él. Sale en todos los noticieros.
Lo de las estampitas, medallitas y velas es algo que demuestra que hay objetos que funcionan como camino para reforzar o materializar la fe. Es cuestión de cada uno. Pero de ahí a hacer juguetes sexuales religiosos, es generar un gran escalón (diría infranqueable) entre lo sacro y lo sacrílego.
Hace un tiempo hablé de la moda de los consoladores con forma de bichitos, que un gusanito, que una foquita, que un conejo y bue… hasta los hace más simpáticos si se quiere, aunque es muy posible que salte alguna asociación de defensa de los animales, pero que tengan forma de vírgenes, crucifijos, o hasta de Buda (no se salva ninguna religión)... es too much.
Lo primero que pensé fue quién los compraría y gastaría unos 50 dólares, que es lo que valen. Para que no crean que me fumé algo, les paso la página, una advertencia: ¡si son creyentes y sensibles lo mejor es abstenerse!, después no digan que no les avisé. El lugar se llama Divine Interventions (Intervenciones divinas).
Y yo que creía que ya había visto todo, se ve que me queda mucho todavía por ver. Qué Dios me perdone, pero ...¿el Vaticano sabrá de todo esto?