Sola, solita y sola...

To be or not to be: that is the question”. Decía el atormentado príncipe de Dinamarca, en el acto tercero, escena I, de Hamlet. La otra noche hice una escena horrible frente al espejo, sin número, ni acto, y sin público. Menos mal.
Era yo la que repetía incansablemente: ser o no ser soltera; convivir o no con alguien.
Y estas dudas existenciales, si se quieren, no se dieron porque se me haya vuelto insoportable la soledad, o porque mi tío haya asesinado al marido de mi madre, que en este caso no es mi padre.
No, lo mío tenía un motivo más trivial, corpóreo, cotidiano, hasta diría, intrascendente al lado de los tormentos del alma del pobre príncipe de donde todo olía a podrido. No por eso, menos doloroso. Era el cruel tormento de tener que dormir con una gargantilla pesada toda la noche. Y no hablo de grilletes o algo así. No, hablo de una finísima pieza de bijouterie. Muy cara, y muy rígida. Y muy guacha.
Ser soltera tiene sus privilegios, pero también sus sinsabores. Y uno de esos sinsabores es lo que no se puede hacer sin la ayuda de otro. Algo tan simple, como destrabar un cierre de seguridad de un collar más que rebelde que se negó sistemáticamente a abrirse, a pesar de que fue obligado de las formas más insólitas, incluido gritos, puteadas, y demás. Como si el collar entendiera, hijo de puta abrite, o gancho de mierda cuando te abras te trituro con un martillo, hasta una suplica lastimosa, por favor abrite no me hagas esto, por favor...¡la puta que te parió!
Nada. Parecía soldado a fuego. Estaba allí atado a mi cuello, como un martirio de la edad media. Porque esa pieza no fue diseñada para dormir, sino para lucir parada, sentada, o a lo menos acostada, pero no toda la noche. O lo que quedaba de noche.
La batalla terminó. Gargantilla:1 - Malizia: 0. Y aunque este marcador parezca tonto, más lo era llamar a alguien a altas horas de la noche para que venga a liberarme de mi insólito opresor.
Opté por relajarme, con el collar puesto, por supuesto. Y me preparé un té con hojas de menta. Mientras lo tomaba me puse a pensar las cosas en las que vivir sola me trae este tipo de problemas, cosas tan simples como correr un mueble pesado de un lugar a otro puede demorar horas, o prenderme pequeños botoncitos en la espalda de un vestido, o acordarme justo debajo de la ducha que dejé el shampoo en el bolso recién llegada de un viaje. Si viviera con alguien, un grito de “me traes éso” alcanzaría.
A veces la soledad impone tener ingenio, y así un palo de escobillón sirve para alcanzar lo que un novio de 1,80 o 1.90 toma como si nada; o una franela debajo de las patas de un mueble pesado hace que se deslice más fácil por el piso de madera; en fin, también un piso lleno de gotas de agua, denota la búsqueda de lo que se olvidó en la maleta de viaje, todo es salvable.
Lo es también, una amiga que viene puteando a las 8 de la mañana, para ver qué mierda tengo clavado en el cuello, y por qué dormí casi sentada, y como si fuera una maga digna discípula de Merlín, con un trac, trac, mezclado con una buenas dosis de carcajadas, puede abrir la gargantilla, y después acostarse en la cama, para dormir por los menos hasta las 12 del domingo. Y que nadie, y menos el príncipe de Dinamarca, ose romper el encanto de dormir, nada más, y con un sueño decir que acabamos el sufrimiento de tener algo atado a la garganta.

*

El indescifrable

Hay momentos en que pagaría, sí, pagaría, por meterme en la cabeza de algunos tipos. Algo así como en la película ¿Quieres ser John Malkovich? Estar ahí para poder entender fehacientemente su modus operandi.
Hay tipos que son claros, transparentes, hasta son fáciles de predecir. Está el hijo de puta, que acto tras acto marca este apelativo en los labios de la mujer. La caga, la maltrata, la descalifica, pero siempre mantiene esa línea de hijoputez. Nunca salta a la vereda de los buenos, nunca pisa el palito para que se diga algo de él que no implique una puteada. Él es así. Y nada de lo haga hará cambiar, para mejor, el adjetivo. Es un homo hijoputus.
En la otra vereda, está el bueno, bondadoso, el siempre presente, el que jamás olvida nada, y que anticipa incluso los deseos. En este caso, y debo reconocer con cierta pena, que las mujeres solemos hacer sufrir al homo bondadosus. No sé porque, pero es así, a los tipos demasiados buenos les cuesta conseguir una mujer que no sea demasiado mala. O simplemente, les cuesta conseguir una mujer.
Pero hay otros tipos que son indescifrables, no sabés quiénes son, qué quieren, cómo van a actuar. Es el que no se sabe si está o no, si le gustas o no, que no se sabe cuándo va a aparecer o desaparecer. Esa clase de tipo sería de la especie el homo no sé-no contestus.
Hace poco me tope con uno. Luego de pasar meses sin salir con nadie, debatiéndome entre dos posibles irrealidades, me di una tregua y acepté salir con alguien. Salimos dos veces, en la segunda cogimos. Eyaculador precoz y pito flojo. Demasiado para una noche.
Pero, la primera vez siempre es una puerta abierta a la segunda. Porque en ese primer contacto de dos cuerpos desconocidos en total desnudez, pueden pasar muchas cosas, y también pueden no pasar otras.
Por eso, la primera vez es casi como un examen con derecho a recuperatorio. Aunque esa noche, debo confesar, que después de meses de sequía sexual, me di cuenta de por qué estaban pegados los ceniceros de los telos en las mesas de luz. No tiene nada que ver con el deseo irrefrenable de muchos de llevarse souvenir de los lugares. No, es sólo para que una mujer (desesperada) no se lo rompa en la cabeza al tipo que le prometió llevarlas a las alturas máximas del placer y la dejo en la más completa profundidad del acabado rápido.
Es entonces que la ausencia de llamado, de él, hizo que pensara que tal vez se abochornó, que le dio vergüenza, que no quería volverme a ver. Pero la mente de una mujer no se detiene sólo en estas cuestiones, va mucho más allá, será que no le gusté, o no se habrá calentado conmigo, le habrá molestado cuando saqué el tema del Viagra, habré herido susceptibilidades, y etcétera, etcétera. Y se recuerda, una y otra vez, las promesas de encuentros futuros, y retumba, como un disparo al ego, el clásico, y temido, “te llamo”, que por supuesto jamás llega.
Ya con toda experiencia en el homo borratus, inmediatamente se archiva la espera de llamado, se archivan las posibilidades, se archiva el recuperatorio sexual, y se archiva el caso, como No sé- no contesta.
Y cuando se tiene todo acomodado, bien ahí en el fondo de la mente, y ni siquiera en las 24 horas se le recuerda. Entonces ahí aparece, sí, como de la nada, con un llamadito, un hola en el Chat, un email, algo que dice que sigue vivito y coleando, que se acuerda de vos, y que, aparentemente, no ingresó al archivo del olvido tus datos.
Y vuelve con nuevas promesas, con nuevos te llamo en cinco, te llamo el lunes, te llamo cuando termine, te llamo mañana. No aparece para retomar, sino para prometer cosas jamás cumplirá, porque un nuevo te llamo, será ocasión de un nuevo break. Y quizás pasen meses hasta que vuelva a empezar lo que jamás terminó. Y así indescifrablemente.