¡Despiértate, bella durmiente!

Esta es la historia de Vicky, la señorita, debería decir señora, que un día se convirtió en la Bella durmiente. Esa princesita que había nacido en un reino donde todos eran felices. Los reyes tenían mal el mailing de las hadas y se olvidaron de invitar al festejo por el nacimiento a una, la más maligna, que como era de esperarse tomó muy malignamente la omisión y además de reputearlos, hizo un maleficio para que la princesa muera a los 16 dulces añitos. Gracias a que un hada piadosa pudo rebajar un poco la pena, por buena conducta, sólo se quedaría dormida unos 100 años, ella y todos los del palacete. Y chiribin chin chon, mientras todos dormían una larga siesta, llegó un príncipe (quién si no), y con un beso despertó a la bella que roncaba como los dioses. La princesa se estiró, dio un gran bostezo y dijo: ¿Qué hay de comer? Y como no podía ser de otra forma, ya que es un cuento de hadas, todo terminó pipí cucú, con el casamiento y las perdices, off course en escabeche. Quizás, Vicky no tenía carcomida conscientemente la cabeza por el cuentito, pero el inconsciente es un monstruo que trabaja sin cesar, y allí había quedado la historia tan dormida como la princesa. Hasta que un día, pasó lo que tenía que pasar. Vicky era vecinita de mi niñez, jugábamos juntas de chicas, y seguramente más de una vez habremos hablado de quién sería nuestro príncipe azul. O no, para ser sincera no me acuerdo pero queda divino ponerlo. Ella fue la primera que se casó en el barrio. Todavía no había cumplido los 20 años cuando contrajo nupcias con su primer novio, un compañero del secundario y enseguida tuvo un varoncito. Dicen las malas lenguas, que fue mentira que era prematuro, y que no se llevaba bien con su suegra, y que la bruja mala le había hecho un gualicho, porque nunca había querido que se case con su hijo. Esto último no lo decían las malas lenguas; ella decía eso, luego de que había engordado como 20 kilos por el embarazo. Según Vicky era un maleficio de la vieja bruja, o sea su suegra, para que no vuelva a modelar, porque ella había hecho un curso de modelo en lo de María Fernanda Cartier, y había desfilado para una marca de ropa interior, de Villa Ortúzar, antes de casarse. Nada tenían que ver la docena de facturas que se comía en el desayuno, o las milanesas con papa fritas del almuerzo, o los chocolates que compraba en el kiosquito, así son los hechizos. Luego del primer niño, vino el segundo y el tercero. Y los 20 kilos, llegaron a 30. Se ve que el maleficio se potenció con los embarazos. Atrás habían quedado, las ganas de ser modelo. Sólo colgaba el diploma enmarcado en una pared del pasillo, como fiel reflejo de su paso por las pasarelas. Por cierto colgaba torcido. Así, Vicky se durmió en sus sueños. La que era bonita, y muy delgada, se había transformado en un camión con acoplado. La pobre siempre recluida cuidando a sus chicos, los vestía, los alimentaba y los llevaba a la escuela. Estaba muy desarreglada, ni se preocupaba por su aspecto. El marido nunca aportaba su presencia en la casa, porque era viajante de comercio. Y así pasaron, no cien años como en el cuento sino unos quince, justo cuando el más grande estaba por cumplirlos, y ella rondaba los 34, ¡un día despertó! Nadie sabe con exactitud, quién carajo le dio el beso. Algunos decían que fue el más chico de los Peralta, justo la familia que vivía a tres casas de la de ella, que por ese entonces tenía unos 25. Nunca se comprobó fehacientemente lo del beso; pero sí, que ella se escapó con él, dejando a sus chicos a cargo de su diabólica suegra, que no tuvo más remedio que dejar ese papel y convertirse en amorosa abuela, puteando contra la que nunca le gustó para su hijo. Él marido anduvo un mes como perdido y triste, pero después se juntó con otra, que según las mismas malas lenguas, era una amante que tenía en Chivilcoy, y que para no ser menos que la ex también odiaba a su suegra. Y Vicky, cuentan por el barrio, vive con el más chico de los Peralta en Santiago del Estero, en la casa de la abuela de él, con la que se lleva bien. Bajó los 30 kilos, se tiño de rubia platino, conduce un programa de cable, y a veces hace desfiles de ropa interior para una marca santiagueña. Al final el marido accedió que los chicos vivan con ella y la suegra fue a un talk show donde contó toda la historia de su pobre hijo y la chirucita que se creía modelo. * Reeditado, publicado en 2006.

La que siempre vuelve

Dicen que siempre hay una primera vez. Y es cierto. Siempre la hay. A veces esas primeras veces son maravillosas, y no hablo sólo de sexo, y otras espantosas. Hay primeras veces que son tan espantosas que no quieren repetirse. Me acuerdo cuando me subí a una montaña rusa por primera vez, creí que me moría. Era algo tan raro, porque al miedo o adrenalina de estar ahí dando vueltas cabeza abajo, se agregaba esa satisfacción rara que se encuentra justo entre el miedo y el placer. Algo que igual, nunca quise volver a vivir. “Las montañas rusas no son para mí”, decreté mientras vomitaba sobre el pantalón de mi amigo. Y, él me dijo, “me parece, muy bien”, mientras trataba de limpiarse con pañuelitos de papel. A la otra, la de Indiana Jones, subió solo. Hoy siento admiración por los fanáticos de las montañas rusas. Y, a veces, muy de vez en cuando, un poco de ganas de subirme a alguna, como modo de rebeldía ante mi delicado estómago. Pero ahí queda, sólo en una intención. Sé que me hace mal. Sin embargo, hay mujeres para las que pasar por una situación de mierda no le sirve de escarmiento. (Supongo que debe haber hombres también, pero el caso que cuento es de una donna). Mi amiga Violeta está saliendo desde hace unos meses con un hombre que la maltrata. No le pega. Ni Dios lo permita. Pero, hay tantas formas de abusar que no son físicamente. Las palabras dichas de tal manera, o no sólo por la foma de decirlas, sino por el peso de ellas mismas son peores que un balazo directo al cuore. Cuántas veces se sienten casi como latigazos, que te dejan sin fuerza siquiera para contestar. El problema es que cuando se dan estas situaciones con su pareja que terminan en crisis de llanto siempre dice que lo va a dejar, que esto y lo otro, pero jamás cumple. Cada pelea, o suceso mal parido, le hacemos una especie de intervención, en las ya conocidas “cenita de chicas”. “¡Dejálo!”, sería la palabra que resume las largas charlas tratando de que vea cómo se barajan las cartas en esa relación. Nosotras sus amigas tendríamos todos los palos del mazo, que quisiéramos darle al tipo, si no fuéramos tan anti violencia. Es así. Hay mujeres que disfrutan con el displacer, con esas situaciones que otra no toleraría ni cinco minutos, qué digo, ni uno. Es como regocijarse en el barro de la desilusión, del desencanto. Es como alimentar la baja autoestima con una completa bandeja de pesares, envueltos en papel de la autocompasión. Y aunque predique que se merece algo mejor, no lo cree. “Yo me merezco la mierda de este tipo, porque en el fondo yo soy una mierda”. Ese es el mensaje que aún sin saberlo se dice una y otra vez. La autoestima es un monstruo que debe vivir en completo equilibrio. Si crece demasiado se convierte en un ser insoportable de vanidad, si se pierde, queda solo el murmullo de lo que se quiere ser. Y, cuando se pierde, encontrarlo es un camino para el cual hay que ser muy valiente, tanto casi como para subirse a una montaña rusa, aun sabiendo que es muy posible que cuando baje sienta ganas de vomitar.