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Historias de sexo y mujeres. II

Despertar

Me despierto y te veo dormido boca abajo, completamente desnudo. Miro tu culo tan perfecto, tan redondo, tan duro. Parece una manzana que me invita a morderla. Está blanco porque el short lo protegió de la mirada de otros mortales. Tengo el privilegio de verlo así, en toda su grandeza elevándose del cuerpo cual pequeña meseta afrodisíaca que provoca deseos en mi mente. Deseos de tocarlo, de acariciarlo, de besarlo.
Mi mano derecha comienza el recorrido desde tu cuello, baja por tu espalda y en círculos perfectos masajea tu culito, tan suavemente que parece que mis dedos no tocasen tu piel, tan blanca, tan suave, casi sin vello. Tan bello. Me calienta.
Escucho como respirás profundamente dormido, de vez en cuando un ronquido sale de tu garganta. Observo como tu piel debajo de mis dedos se hunde levemente. Pequeña impronta imperfecta de mi deseo.
Hace calor. Estás transpirando, tu piel está cubierta de un brillo especial, rocío salado que emerge de tus poros, mis dedos se humedecen al tocarte. Me los llevo a la boca para sentir el gusto salado de tus fluidos.
Reconozco con mis dedos cada irregularidad de tu espalda, ancha carretera de profundas banquinas. Acaricio tus bíceps como si fueran de plastilina y te los estuviese moldeando, todo en el más íntimo silencio. El dios profano, que tiene mi amor, descansa y no quiero alterar su sueño. Tus bíceps son grandes, dos bloques de granito. Son tan duros como tu pene erguido, paso las yemas de mis dedos por ellos como sintiendo cada fibra de sus músculos.
Te movés acomodándote, tu respiración se agita; yo me quedo quieta, no quiero despertarte. Quiero gozar con tu cuerpo entregado vaya a saber a qué sueños, quizás sueñes con mujeres desnudas colmándote de placeres, o con diosas con manos de seda que acaricien tu piel, o simplemente que estás durmiendo sobre arenas tibias cubiertas por espuma de mar.
Volvés a respirar tranquilo, tu figura luce como una obra de arte en la magnitud de las sábanas blancas. Me incorporo y muy suave comienzo a besarte lentamente, como si fueras una frágil copa de cristal. No quiero romper tu plácido dormir. Besos de sal y saliva que moja tu piel caliente y tostada, vértebra por vértebra, músculo por músculo, cuando llego a la meseta blanca me detengo en tus latitudes más profundas y me lleno de ellas.
Mi pubis se ha convertido en una enorme selva húmeda, una cálida sensación de sexo hinchado. Late como mango jugoso. Mis dedos se resbalan por ella, me pide tu miembro, pero prefiero esperar pacientemente con toda la pasión.
Beso tus nalgas, el punto exacto de la confluencia de tus piernas. Me encanta, me subleva este lugar tan profundamente tuyo. Mi lengua acaricia tus pliegues, mi cara se hunde, allí en el calor del trópico prohibido.
Sé que estás despierto, escucho los ruidos que el placer hace salir de tu boca, suaves quejidos que me encienden aún más. Siento como te movés para guiar mis besos. Te chupo, te lamo, te penetro.
Estoy ardientemente mojada, me siento sobre vos, te abro las nalgas y apoyo mi sexo sobre tu ano. Tu boca exhala quejidos de placer. Comienzo a frotarme. Una y otra vez, hacia arriba, hacia abajo, maravillosa sensación. Una y otra vez, húmeda viscosidad que lleva al orgasmo. Ininterrumpido placer de los dioses. Acabo y me recuesto sobre tu espalda, me acerco a tu oído, tu pelo está mojado de transpiración, olés como un bebé, te acaricio la mejilla y te digo: buen día, amor.

Foto: Omnia Mutantur

Historia de sexo y mujeres. I : Ella en el zaguán

Deseo

Quiero que me toques, que me pases tu mano por la espalda, que descienda y se pierda en mi más profunda humedad. Quiero que me huelas, que acerques tu nariz a mis mejillas, que la hundas entre mis pechos, que hurguetees con ella entre mis piernas. Quiero que me acaricies sólo con tu mirada, con tu apetito contenido, con tu ímpetu de hombre en celo, con tu pasión exacerbada. Que me destapes, y me alcances en toda mi extensión. Que siembres pétalos de rosas en mi vientre, y que los soples suavemente haciéndolos volar como pequeñas mariposas rojas. Quiero bocanadas de tu aire sobre mi piel, como una suave brisa de la que nace el huracán, el huracán de mi deseo. Quiero que me aprisiones entre tus brazos, que no me sueltes, que me tengas pegada a vos, que me respires junto al oído, que me susurres cosas sin sentido, que jamás entenderé. Quiero que te hundas en mis tempestades y que cuando llegues a tu gozo, y estalles dentro de mí, sientas que ya nada importa.

Placeres robados

Sé que estás esperando que acabe, que te dé mi orgasmo. Pero lo siento tan lejos, casi tan lejos como vos estuviste en estos días. Sé que estás por acabar y que me pedís que me venga, que me corra, sé que me lo decís en tu lenguaje, con esas palabras que me suenan raras, pero me gustan. Sé que finjo y gimo, recordando uno real, y puedo mover mi cuerpo como ocurrió tantas veces. Sé que quedó atrapado allí en miles de excusas, pero que está en algún lugar. Sé que te das por hecho, como con la tarea cumplida. Entonces cuando vas al baño a sacarte el forro y a lavarte, me toco. Es mi mano la que lo hace salir, me apuro pensando que me vas a encontrar como un ladrón que quiere robar sin que lo atrapen, y mi mano lo saca, lo roba de mi cuerpo, de mi alma. Vibro, me estremezco, en el tiempo justo que salís del baño, y me abrazas, sintiendo en tu pecho, mi corazón que galopa en el mío.

Simulación

¡Sí, sí, sí, yo también fingí orgasmos! No fueron todos, algunos por ahí metidos entre medio de los reales, de los poderosos, de los perfectos creadores de esa sensación tan difícil de describir. La muerte dulce como le dicen algunos, el instante en que el cuerpo vibra como si dejara de existir, el aliento del placer que recorre cada una de las células.
Pero tuve que fingir, me vi obligada a hacerlo. Ellos me obligaron.
Ellos, los hombres con los que cogí en ese momento. Porque a veces sentí que si no se los daba, su moral decaía, sentían que toda su labor estaba perdida. Error, pero se sienten así. Les impusieron su función dadora de orgasmos. Y reconozco que no hay nada más placentero que tenerlos, pero a veces no sé da. Y no es la muerte de nadie.
Es quizás cuestión de química; o de tiempos. Puede que no suceda un día, y otro sí. Somos tan jodidas como delicadas, somos una máquina tan compleja como un reloj mecánico con su extrema precisión, que sólo hay que entender. Pero hay señores que piensan que somos de diseño de cuarzo.
Y están los: “Ahora, ahora, quiero uno, uno, dame uno”. ¡Ahora no puedo, ahora no llego, me falta! Y me siento como un goleador al que le exigen en cada partido el gol deseado. Y entonces lo finjo. ¡Ahí lo tenés! ¡Gooooool! O los otros que no piden, ni dicen, ni preguntan, acaban y listo, y jamás se hacen problema si una lo tuvo o no. Ninguno de los dos dice nada y todo queda en la íntima soledad. Por suerte están los terceros, los expertos relojeros, que pueden hacer que el mecanismo funcione para lo que fue creado: la perfección. Es cuestión de sabiduría. Es el encuentro.
Siempre me quedo con el interrogante si ellos saben perfectamente cuando se finge, pero no quieren decirlo por sentirse ineptos, o por no hacernos sentir unas mentirosas. O si simplemente somos unas perfectas simuladoras.

Conjuro

Hubo veces que lloré al hacer el amor. Hubo veces que lloré porque no podía hacer otra cosa, porque la emoción se evaporaba en lágrimas. Tímidas, calladas, casi inadvertidas, expulsadas por un cuerpo que explota entre el placer y la plenitud de amar. Lloré porque el verbo no existe, las letras no componen, porque ninguna palabra ha sido nombrada para eso. Sólo el silencio de lo profano entre lo sagrado. Hubo veces en que sentí que se me iba el corazón, que quedaba atrapado allí en ese espacio único entre él y yo. No fueron muchas, y tampoco con todos, pero las recuerdo tan nítidas como cuando pasaron. Están ahí a la vuelta de los recuerdos, en ese lugar donde guardamos lo que no queremos olvidar. Allí acurrucadas, esperando que algo las haga saltar, que algo las traiga para hacerme vibrar, que vuelvan a salir conjuradas por un hombre que ame.

Bendita bañera

Me meto adentro con el Cif y la esponjita amarilla, y le doy, le doy, le doy. Con pasión, con fuerza, con ganas. No debe quedar una sola manchita, porque si veo vestigio de jabón, ahí voy. Y arriba y abajo, y arriba y abajo, hasta que no queda impecable no salgo. Estoy allí, presa de mi energía, de mi euforia, y puedo sentir como mi respiración se va agitando, y algunas gotas de transpiración bajan por mi espalda, mi corazón se acelera, mis manos se mueven sin parar. Es cuando me detengo, y me doy cuenta de que estoy sublimando con la bañera. Cuando más ganas tengo, es cuando más limpia queda.

La bañera es como un gran falo, un encierro blanco, una cárcel de loza, y me siento como una fiera encerrada en una jaula. Allí queriendo saltar a otro lugar, con otra persona. Como el tigre del zoológico que tampoco se sabe si va de un lado al otro de la jaula, porque quiere volver a las selvas de la India, o porque necesita a sus hembras.

Yo no quiero volver a ningún lado porque soy de acá. Así que será porque quiero sexo, con un hombre, male, uomo, macho. Felipe (q.e.p.d) no está, y como viene el mes… no sé si podré reemplazarlo tan rápido. Además, no creo que se trate de Felipe.

Se trata de piel, carne, olores, sabores, gemidos, caricias, abrazos, risas, dormitar y despertarse y encontrarlo a tu lado, cerrar los ojos y que su olor te impregne, y te haga sentir que es un hombre, tu hombre el que está allí, estirado en toda su desnudez.

Y mientras duerme te apretás a él como queriendo que el instante quede así grabado para
siempre, porque nada en ese momento te inquieta. Sin pensar en promesas, en reproches, en mentiras o rencores, él esta allí y vos a su lado y ya nada importa. Porque el amor se hizo, y se deshizo en esas sábanas.

Entonces te entregás sin resistencia al sueño, al dulce cansancio del sexo concluido, la magia del momento efímero, no importa el futuro, se esfuman los temores, y cuando tus ojos se están cerrando para entrar en la perdida de conciencia, en ese último segundo del todavía presente, alcanzás a sentir, tan cerca, su respiración de hombre dormido que estará soñando quién sabe qué cosa.

(La imagen es la obra “Cuerpos” de Ernesto Bertani)